Todas las personas utilizamos máscaras para relacionarnos con las demás. Estas máscaras modifican u ocultan ciertos rasgos de nuestro verdadero yo e incluso generan otros rasgos nuevos que eran inexistentes en nosotros. Es decir, las máscaras crean una imagen falsa de nosotros para interactuar con los demás.
Y no solo tenemos una única máscara, sino que disponemos de diversas máscaras diferentes, las cuales usamos en función del tipo de personas con las que nos relacionamos en cada momento. Por ejemplo, no utilizamos la misma máscara con la familia que con los amigos o en una entrevista de trabajo.
La función de las máscaras es modificar nuestra personalidad para adaptarla, de la mejor manera que se pueda, a las relaciones personales y evitar en lo posible cualquier tipo de conflicto o malentendido, ahorrándonos problemas. El objetivo es mantener una relación lo más exitosa posible.
Y la energía que alimenta este proceso de creación y utilización de máscaras es la Naturaleza, que como ya se explicó en el artículo Las Fuerzas que nos Gobiernan, se encarga de velar por nuestra supervivencia.
Normalmente solemos ocultar los rasgos más indeseados de nosotros, los cuales suelen ser nuestros defectos, pero también nuestras virtudes para no parecer arrogantes. Esto último es lo que se conoce como “modestia”. A la vez, también creamos nuevos rasgos que estén bien vistos en el ambiente en el que nos encontramos. El propósito es ajustarse a una personalidad ideal para ese entorno, evitando destacar tanto en nuestras virtudes como en nuestros defectos, pues normalmente estos no coincidirán con los rasgos apreciados en dicho entorno.
Resumiendo. se trata de «caer bien» a los demás miembros de un determinado ámbito para que estos nos acepten e integren, favoreciendo nuestras posibilidades de supervivencia. Por ello, el fin último de las máscaras es la integración social y consecuentemente nuestra adaptación al medio.
Por tanto, a la hora de relacionarnos con los demás no actuamos como nosotros mismos, sino como el personaje que hemos creado para ese tipo concreto de relación. Es decir, somos actores ejecutando diferentes papeles según con quien nos estemos relacionando en cada momento.
Explicado esto surge la pregunta ¿Cuándo somos verdaderamente nosotros mismos? La respuesta lógica sería cuando estamos solos, cuando actuamos en soledad sin tener que dar explicaciones a nadie, siendo el único motivo que nos mueve ideas o emociones nuestras no forzadas de ninguna manera por los demás. Es decir, somos nosotros cuando hacemos lo que nos sale de dentro de manera libre, sin coacciones ni ningún tipo de presión del entorno.
Pero incluso en esas situaciones de soledad nos cuesta ser nosotros mismos enteramente al cien por cien. Hay algunos aspectos de nuestra verdadera personalidad que nos desagradan tanto que los negamos hasta a nosotros mismos, pues no queremos aceptar que somos así realmente. Suelen tratarse de aspectos poco éticos, mal vistos socialmente o quizás familiarmente, poco apreciados por los demás o relacionados con traumas que hemos sufrido en cualquier momento de nuestra vida. Pero no siempre es así, a veces solo se trata de cosas insignificantes que hemos determinado que están mal a raíz, por ejemplo, de algún comentario que hayamos escuchado en alguna ocasión, de una escena que hayamos visto o de una simple frase que hayamos leído, sobre todo si ha sido en la niñez. Y solo basta con que haya ocurrido una única vez en nuestra vida, no se necesita más, pues ese evento ha sido tan determinante para nosotros que hemos creado una regla para el resto de nuestra existencia en este mundo, la cual cumplimos a rajatabla.
Estos aspectos no aceptados por nosotros mismos solemos reprimirlos, negarlos, esconderlos en lo más profundo de nuestra mente y actuar como si no existieran, llegando al extremo de hacerlos desaparecer de nuestra conciencia y, por tanto, dejamos de ser conscientes de ellos. Además, todo este proceso se realiza de manera inconsciente, lo que hace que estos aspectos sean aun más desconocidos de manera consciente para nosotros.
Pero que los «enterremos» y desconozcamos no los elimina de nuestra existencia, y lo único que conseguimos es que se somaticen, generándonos ansiedades, e incluso afloren de manera explosiva en momentos puntuales, provocándonos problemas. Porque esa energía sigue existiendo en nuestro inconsciente propio, es parte de nosotros y no desaparece ni existe manera de eliminarla. Podemos compararlo con un río, si intentamos hacerlo desaparecer no podremos, y si lo bloqueamos con una presa este acabará desbordándose y la presa terminará reventando.
Por ello la solución no es reprimir, sino reconducir esa energía por un cauce alternativo para que fluya de manera que no provoque daños. De igual manera que podemos canalizar un río para regular su caudal y evitar inundaciones indeseadas.